viernes, 20 de junio de 2008

Cuantificación del daño moral y situación económica de la víctima

Título: Cuantificación del daño moral y situación económica de la víctima
Autor: Marcelo Barrigón

Sumario: I.- Introducción -- II.- La función “satisfactiva” del resarcimiento del daño moral -- III.- La situación patrimonial del damnificado, y la reparación del daño moral -- IV.- La inconsistencia lógica del sistema -- V.- Consecuencias prácticas de la lógica a ultranza -- VI.- Conclusión.

I.- Introducción
¿Satisface de igual forma una moneda al Rey Salomón, que a uno de sus súbditos? ¿Tiene el mismo valor y mitiga los daños de igual forma un monto idéntico, entregado por idéntico hecho, a personas ubicadas en las antípodas de la línea de riqueza?
Pocos aspectos del derecho argentino actual nadan en un mar tan vasto de incertidumbre como la cuantificación del daño moral. Los numerosos interrogantes otrora suscitados en cuanto a la sola procedencia del rubro en cuestión han sido ya, diríamos con total certeza, desterrados del pensamiento jurídico central, para dar lugar a preguntas aún más peliagudas. Concepciones, justificaciones de procedencia, casos de aplicación, titulares de la acción, supuestos excluidos y, sobre todo, su materialización.
La idea mayoritaria es simple en apariencia. El daño moral constituiría un perjuicio sufrido por un individuo que, al margen de consecuencias perniciosas a bienes materiales, se caracteriza por una afectación negativa de la capacidad de querer, sentir u obrar del sujeto. Esta minoración, cuando se den los restantes presupuestos de la responsabilidad civil, configuraría con creces el requisito del daño resarcible. La justicia ha de prevalecer, no pudiendo quedar al margen frente a tan grave ofensa a lo más puro de la humanidad. Pero los mayores problemas arrecian cuando el derecho intenta dar respuesta al daño causado. La función resarcitoria del derecho civil argentino tropieza aquí con su mayor escollo. Y es que la inmaterialidad del objeto afectado por la conducta dañosa en estos supuestos trae consigo la imposibilidad de su reparación, en su sentido literal. Parafraseando a Zavala de González, “La ley no puede convertir lágrimas en sonrisas, ni tampoco restablecer la disvaliosa alteración de la subjetividad del damnificado…”[1]. Frente a la imposibilidad general de dar respuestas en especie, la solución mayoritaria, dentro del limitado abanico de soluciones legales posibles, se inclina por la “monetarización” de la reparación. Así, siguiendo a la autora precitada, lo que la ley puede hacer es “imponer una indemnización, haciendo jugar la función de satisfacción que el dinero tiene, como medio de acceso a bienes y servicios, materiales o espirituales”.
He aquí, escondido más como respuesta a la materialización de la reparación que como elemento autónomo, la justificación de la traducción monetaria del daño: la satisfacción. La tesis mayoritaria[2] sienta así la diferencia primordial de la respuesta resarcitoria del Estado frente a daños materiales y morales. Mientras que ante los primeros el Estado procurará la reparación (en especie mientras sea posible, o en dinero, como sucedáneo, simple y matemáticamente calculable), ante los segundos, el Estado sólo podrá “satisfacer”, acaso exiguamente, al damnificado.
Queda así cerrada la ecuación. El daño moral existe, merece el reconocimiento por parte del Estado y debe ser protegido por la ley cuando recaiga injustamente sobre el damnificado, debiendo aquel surgir ante su acaecimiento, procurando minimizar la magnitud de su repercusión, a través de la satisfacción del damnificado.
Esta simpleza y lógica de la ecuación ampliamente mayoritaria se esfuma sin embargo cuando la cuantificación se haga necesaria. En el caso concreto, cuando haya que indemnizar el daño moral de los hijos de una víctima fatal, o “satisfacer” al peatón que perdió ambas piernas en un accidente de tránsito. ¿Cuánto papel moneda es necesario para crear una sensación de “satisfacción” en estos supuestos?
No nos interesa en esta oportunidad ahondar en la generalidad de la solución legal, que presupone la espiritualidad materialista del sujeto, que utiliza bienes materiales para paliar el dolor o la afectación de su subjetividad. Incluso esta premisa parece ser acertada en una asombrosa mayoría de supuestos, por lo que la dejaremos incólume por ahora. No disponemos de soluciones mágicas que se adapten al criterio mayoritario de la democracia reinante[3], por lo no podremos esbozar alternativa alguna. El dinero es hoy el referente mundial, aún de la “justicia”. Los números han tomado el poder en esta aldea global reinada por la economía, y el derecho no ha podido permanecer al margen. Así, aún cuando lo afectado sea lo más inconmensurable del ser humano, el Derecho ha de hacer un enorme esfuerzo por bañar de justicia una situación adversa que no parece tener respuestas lógicas. Y pese a que los números gobiernen la cuestión, la matemática de las equivalencias fracasa miserablemente al responder al interrogante aquí planteado. Aun así, el dinero se convierte en el sucedáneo más acertado y de más sencilla aplicación (que curioso leer esta expresión para referirse a uno de los más espinosos aspectos del Derecho) en este marco de ausencia de soluciones más exactas. En concreto, el problema actual no se centra en el objeto con que se habrá de “resarcir”, sino en su cantidad.

En este escenario, el presente escrito pretende clarificar al menos uno de los aspectos a analizar a la hora de acometer la dura tarea de la cuantificación. Este análisis servirá de base para utilizar en la mayoría de los más frecuentes sistemas adoptados en nuestro país[4] para determinar la indemnización correspondiente en concepto de daño moral.
En resumen, analizaremos sólo uno de los posibles elementos a tener en cuenta para poner un signo peso delante de un supuesto real: la situación económica de la víctima.
Recordemos que, dentro del relativamente amplio margen de discrecionalidad que poseen nuestros jueces para traducir en dinero la respuesta estatal en los supuestos bajo análisis, típicamente ciertos aspectos influyen particularmente en la cuantificación de la indemnización. Entre otros, la edad de la víctima, sexo, sus actividades prioritarias y la influencia del daño en ellas, la gravedad objetiva del perjuicio, cultura, educación, etcétera.
Sistemáticamente, en cambio, salvo contadas e incompletas excepciones, parecería hacerse caso omiso al estado patrimonial del damnificado. En los considerando no hacen acto de presencia y la doctrina habitualmente no presta atención al mismo, o bien lo descarta de plano como criterio cuantificador. Ricos y pobres se hallan así inadvertidamente en las antípodas de una discusión doctrinaria pocas veces abordada, pero que merece un análisis riguroso, por el bien de nuestras instituciones. Permitámonos ir un poco más allá, y ahondemos en las particularidades de este elemento tan peculiar y desatendido.

II.- La función “satisfactiva” del resarcimiento del daño moral
Hemos comentado ya que una idea corriente que campea en el ámbito de la indemnización de daño moral parte de la lógica de considerar la imposibilidad de reparar técnicamente (total o parcialmente) el perjuicio causado. El Derecho tira la toalla frente a la adversidad del tiempo y la naturaleza. La modificación disvaliosa del espíritu, al decir de Pizarro[5], es ya irremediable. Este punto de partida tiene particular relevancia cuando lo que el derecho procura proteger es un objeto inmaterial, estrictamente subjetivo, sin evidente traducción pecuniaria, ontológicamente inconmensurable. Partiendo de esta clara premisa se llega a la conclusión que la decisión legal no puede pretender dejar incólume a la víctima frente al daño causado a su subjetividad. El dinero aparece, como dijimos, como la herramienta más cercana y de más fácil, sincera y mayoritariamente aceptable aplicación. Pero como el mismo no puede “reparar”, su función ha de ser otra. Pues del sólo hecho que la indemnización no sea técnicamente posible no puede traducirse que el legislador pueda permanecer inerte frente a la injusticia del daño. Y su sólo reconocimiento por parte del Estado, sin aplicaciones prácticas, no pareciera alcanzar a satisfacer la idea de justicia[6]. Entonces, si la indemnización en esta materia no deja indemne al afectado, si la reparación no sana las heridas, si la compensación monetaria no tiene equivalencia real en la espiritualidad a proteger, ¿qué función cumple el dinero en las sentencias condenatorias?
La respuesta, si bien otrora mitigada, o empañada por teorías punitivas o sancionatorias, hoy aparece ostensiblemente pacífica. La función del dinero en la “reparación” del daño moral es la satisfacción. La entrega de papel moneda al damnificado es la herramienta elegida para mitigar el daño causado, a través de lo que se ha llegado a denominar “placeres compensatorios”[7] o más pacíficamente “sucedáneos”, que debe pagar el ofensor al ofendido, como única respuesta del Derecho al daño causado. “La función del dinero es aplacar el sufrimiento de la víctima […] para sacarlo del estado melancólico en que cayera” [8].
La tesis resarcitoria del daño moral hace palanca en bienes materiales, simbolizados por el corriente monetario, como medio de satisfacción. Esta función netamente satisfactiva se contrapone así a la función de equivalencia que se da al dinero en materia de daños patrimoniales. Pizarro[9] y Zavala de González[10], entre nosotros, avalan estas ideas con gran firmeza e impecable lógica, tal como lo hace la enorme mayoría de nuestra doctrina y jurisprudencia actual[11].
El criterio es, a primeras luces, irrefutable. El alivio indemnizatorio, entregando un bien pecuniario a quien sufrió un mal espiritual, es la única reacción factible cuando no se puede devolver el brazo al incapacitado, ni retornar los muertos a la vida[12]. Ahora bien, el interrogante que se nos presenta es si este particular fin o función del resarcimiento en la materia influye materialmente en la cuantía de la indemnización a entregar a la víctima. En otras palabras, tal vez mejores, ¿qué influencia tendrá en el juez, al momento de acometer la tarea de cuantificar el daño moral, la función satisfactiva de la reparación? Y, más profundamente, habida cuenta de la finalidad de alivio, de placer compensatorio del dinero, ¿cómo afectará la situación patrimonial del actor la cuantía de la indemnización?; o aún más allá, ¿debiera hacerlo?

III.- La situación patrimonial del damnificado, y la reparación del daño moral
A través del dinero, y su función de medio de pago y medida de valor de bienes para las partes de una transacción comercial, es factible mitigar ciertos efectos de una experiencia moralmente dañina. Esta es una verdad difícilmente controvertible en nuestra sociedad actual, dejando de lado contadas excepciones. Por ello es que el dinero bien puede funcionar como medida de “justa reparación”, en términos generales, del daño moral injustamente sufrido por el damnificado.
No cabe duda, así, que la función satisfactiva del dinero influye, abierta o encubiertamente, en la tarea de cuantificación del daño moral. Jueces o exegetas diversos ponderarán la gravedad objetiva del daño[13] y procurarán con el dinero mitigar las consecuencias dañosas del mismo. Es lógico considerar que, en un marco de factores subjetivamente similares, el monto de la indemnización sea superior frente a un daño de mayor gravedad, siempre al menos dentro del espectro de discrecionalidad que en tal sentido tiene el juzgador. Así, en abstracto, la pérdida de un brazo es indudablemente más gravosa que la pérdida de un dedo, y la “justicia de la reparación”[14] exigirá, frente a idénticas circunstancias adicionales, una mayor cuantía de dinero en el primer supuesto. Ello, en tanto una mayor cantidad de placeres será necesaria para aplacar las consecuencias perniciosas del daño causado, cuanto más grave sea éste último. Así, cuanto más placer requiera el damnificado, más dinero deberá serle entregado a fin de satisfacerlo debidamente.
Ahora bien, la influencia que cada factor adicional tiene sobre el juzgador, a la hora de determinar cuáles placeres pecuniariamente obtenibles son apropiados para cada supuesto, es en realidad relativa y permanece dentro de la esfera interna de los magistrados. Sin un sistema tarifado o que arroje parámetros objetivos, la función de este escrito, y de la doctrina en general, es aportar elementos que permitan aquilatar el peso de casa factor a considerar, pero su aplicación última (que jamás podrá ser automática en nuestro sistema actual) dependerá de quien tome la batuta en la decisión final.
En este contexto de ayuda al juzgador, es menester ahora acometer sin más dilaciones el factor que da letra a este escrito: la situación económica del damnificado. Acreditada ya, sin mayores disquisiciones, la influencia que para el juzgador tiene la función satisfactoria del dinero en la cuantificación de la indemnización por daño moral, resta ahora analizar la existencia y, en su caso, la graduación de influencia que ostenta en este marco la capacidad patrimonial del dañado.
Ahora bien, ¿por qué pareciera que este elemento puede influir en la cuantificación pretendida? ¿Por qué no aceptar sin cuestionamientos la tesis clásica que exige tener como parámetro, siempre y necesariamente, una capacidad económica media?
Aclaremos, siendo este el momento propicio, que la pregunta formulada dista de ser nueva. Ya ha sido objeto de tratamiento doctrinario[15] y jurisprudencial[16], aunque con cierta timidez y relativamente escasa profundidad. Entre nosotros, Zavala de González[17] se ha cuestionado ya “¿Corresponde dar más al rico que al pobre porque éste se conformará con poco y valorará mejor un monto reducido?” La respuesta es para la autora, así como para la doctrina y jurisprudencia reinantes, negativa. Descarta de plano que el dinero pueda servir de alivio para personas de gran fortuna, aceptando sin mayores miramientos que el método de reparación en la materia tiene un éxito, relativo, sólo frente a personas de capacidad patrimonial media, o baja. Los ricos quedarían al margen de la utilidad del sistema de satisfacción, o de placeres compensatorios para mitigar el dolor. Pero con acierto recuerda que aún personas acaudaladas concurren efectivamente a los estrados judiciales, y reclaman aún por este rubro. Y nuevamente con lógica impecable da cuenta de una nueva finalidad de las demandas, la venganza. El afán de dañar a quien me ha dañado es un motor de gran poder para quienes buscan en Tribunales un mínimo de su “justicia”. Concluye, tras admitir la falencia irremediable del sistema, que una capacidad patrimonial media deberá ser el parámetro único sobre el cual cuantificar la indemnización por daño moral.
El problema que se nos presenta al aceptar pacíficamente esta teoría (clásica) es, por un lado, la sola idea de partir de un sistema de reparación segmentado, más imperfecto de lo socialmente aceptable, que desiguala por falta de imaginación y que excluye en consecuencia. Por el otro, la teoría no parece sustentable por su carácter extremo, ni conciliable lógicamente con las premisas en que se asienta el derecho de daños y, más especialmente, el daño moral.
Revisemos someramente el primer aspecto. El sistema, con este criterio, se erige sobre la base de un mecanismo de resarcimiento apto sólo para la clase media. Esta capacidad económica estandarizada serviría de patrón de medida único, aplicable a todos los supuestos. Personas de gran fortuna no podrán obtener en el seno de Tribunales una suma dineraria que le otorgue un placer compensatorio que no pueda obtener desde ya desde su propio pecunio. Personas de escasos recursos, en cambio, tendrán un placer sustitutivo relativamente mayor al del supuesto estandarizado.
La pregunta a formularnos parte de esta falencia, y nos requiere un análisis certero, profundo. Por un lado, porque la igualdad pretendida y constitucionalmente reconocida tambalea cuando reconocemos un sistema de aplicación útil limitada a un único sector social. Por el otro, porque tampoco deberíamos aceptar que los estrados judiciales cumplan una función de venganza para la que no están destinados. Y si, en última instancia, llegamos a entender que la satisfacción a la cual se refiere la doctrina, se funda en un castigo al dañador, ¿no sería mejor acaso sincerar el sistema, y amoldarlo a una política legislativa que aborde el sentir popular?
Y es que aún desde la óptica de la autora precitada, la función de venganza que la obtención de dinero puede significar para el actor dañado sólo podrá alcanzarse en una limitada cantidad de supuestos. De existir una aseguradora solvente, ningún daño se causaría al dañador y el fin de venganza se vería frustrado. El mecanismo de respuesta del Derecho es así falible desde sus cimientos.
Adelantemos desde ya las alternativas a este problema general de segmentación, de utilidad parcial extensible a sectores determinados. Por un lado, modificar los pilares mismos del sistema, ya sea despojando a la indemnización del daño moral de todo matiz resarcitorio, para bañarla de una finalidad punitiva, centrada en la persona del dañador, o tarifando indemnizaciones que cumplan un ejemplo meramente “ejemplificador”, en el neologismo de Estévez Brasa[18], limitándose a reconocer la existencia del daño, denotando su reproche, con total abstracción de la satisfacción del damnificado. Por el otro, y adelantando la tímida conclusión de este trabajo, agotando el sistema, llevando la satisfacción a sus consecuencias lógicas, últimas y acordes al criterio doctrinario tan repetidamente formulado. Pero antes de agotar esta alternativa, veamos como se condice con la segunda objeción a la tesis clásica.
En su oportunidad mencionamos que la teoría que propugna tomar un criterio de capacidad económica estandarizado se funda en una conclusión extrema. Ella radica en considerar que el rico no podrá hallar consuelo en el dinero y, aun con mayor gravedad, en olvidar los matices intermedios.
No cabe duda que personas adineradas verán más difícilmente aplacados los efectos perniciosos que ha sufrido su subjetividad, a través de una suma de dinero. Pero ello no es óbice de que pueda ocurrir. Claro está, a mayor nivel adquisitivo, mayor será la cuantía dineraria requerida para dar al damnificado el placer que requiera. Ello en tanto los placeres tienden a incrementar su valor pecuniario, y el dinero se relativiza, cuando el afectado lo posee en grandes cantidades. Pero, insistimos, la “justa reparación” sólo será relativamente imposible en escasas excepciones. Tan escasas que no justifican la solución tan drástica de extirpar este elemento del análisis judicial de cuantificación.
Tomemos ahora los supuestos olvidados, los grises no reconocidos en la tesis clásica. La misma distingue entre ricos y pobres, e intenta partir la diferencia al creer imposible la utilidad del sistema frente a los primeros. Pero hay infinidad de supuestos intermedios, que necesariamente requerirán placeres diversos, acordes a su situación, para paliar las secuelas de los daños causados. Veamos por qué, y analicemos si esta diferencia merece un reflejo en la cuantificación del daño moral.
El dinero cumple, entre otras funciones, la de servir de elemento de medición, a más de ser el principal elemento de cambio para la adquisición de bienes y servicios. A mayor cantidad de dinero, mayores serán los placeres compensatorios que mitigarán el daño moral sufrido. Que placeres serán necesarios en cada caso para alivianar la carga de dicha minoración a la subjetividad, dependerá del caso concreto. Pero lo que es dable destacar en esta oportunidad, es que una idéntica cantidad de dinero tendrá siempre una diferente efectividad para mitigar los daños morales, cuando se refiera a extremos opuestos de la pirámide de riqueza. Quien esté en lo más alto podrá satisfacer mínimamente aquellos perjuicios sufridos, con el monto que acaso cambie la vida de quien se encuentra en las antípodas de la riqueza. Yace allí la relatividad del dinero, y lo extremo de la tesis clásica.
Tomemos un ejemplo práctico para ilustrar esta realidad. Imaginemos un obrero desempleado, sin bienes materiales, que apenas tiene lo suficiente para subsistir. Por el otro lado, pensemos en el inversor, profesional exitoso, dueño de varias propiedades, con estabilidad económica y un sueldo considerable. Como hipótesis clásica, enmarquemos a ambos sujetos frente a un terrible escenario, la pérdida de un hijo menor, en un mismo accidente. Igualemos algunos factores influyentes: edad, relación con el menor, existencia de otros hijos y matrimonio sólidamente constituido.
La diferencia económica, ciertamente, en nada influye en la gravedad objetiva del daño. Ello difícilmente será cuestionable. Los perjuicios materiales, de existir, tampoco afectarán el monto indemnizatorio[19]. Pero es dable reconocer, al margen de nuestras concepciones de justicia social y adecuada distribución de riqueza, una realidad irrefutable: una idéntica indemnización, para ambos sujetos, habitualmente (por no decir en todos los supuestos) acarreará distintos niveles de satisfacción.
Continuemos el ejemplo práctico para ilustrar el planteo. Tomemos un monto habitual, e indemnicemos a los damnificados regulando por daño moral una suma cercana a los cien mil pesos ($100.000,00). Claro está que dicha suma no borrará de la memoria el hijo perdido, ni lo traerá a la vida, pero esa no es la función asignada al dinero. El mismo ha de aplacar el dolor, mitigar la fuerza del llanto, reestablecer mínimamente la integridad espiritual, a través de ciertos placeres, apelando a lo más terrenal del hombre, a lo material. La idea de satisfacción que el dinero representa se funda en esta particularidad humana.
Ahora bien, mientras que el obrero desempleado (que no por ello merece reproche alguno, claro está) podrá con ese dinero dar un vuelco a su vida, disfrutar de una seguridad económica, cumplir el sueño de una casa propia, un auto, y demás placeres menores que por no haber podido disfrutar en su estado patrimonial anterior ciertamente aplacarán aquella minoración, detendrán un par de lágrimas al quitar la pérdida familiar sufrida de la mente, de tanto en tanto, el inversor, el profesional exitoso, por otro lado, que ya ostenta esos placeres habitualmente, nada podrá hacer con el dinero que mengüe su dolor. No cambiará su situación, no agregará demasiado a su calidad de vida, no dará mayor placer que el ya sustentable con su capital y, en consecuencia, en muy poco aplacará los perjuicios del daño sufrido.

IV.- La inconsistencia lógica del sistema
Hemos visto ya, con la crudeza de la realidad, que el dinero es relativo. A mayor cantidad, el valor unitario se relativiza, pierde importancia y, consecuentemente, satisface en menor medida. Y para reconocer tal circunstancia no es menester tomar los extremos, no es necesario poner en un platillo de la balanza a Bill Gates, Macri o Amalita Fortabat y en el otro al mendigo.
En estos supuestos, el segundo obtendrá en mil pesos la satisfacción que los primeros tendrían con un millón. Y es que, a más del valor relativo del dinero en supuestos como estos, los placeres tienden a ser más onerosos entre los extremos, y aún en aquellos grises. Mientras que unos disfrutan vacaciones en la costa atlántica argentina, otros lo hacen en la Polinesia francesa; mientras unos encuentran un placer gratificante en un Fiat 600, otros requerirán un Ferrari para hallar una satisfacción similar. Y entre estos extremos se sitúan infinitos supuestos intermedios, de condiciones económicas diversas pero más cercanas, de igual consideración y donde el dinero será igualmente relativo.
Tomando como base estas notables circunstancias, cabe preguntarse por el acierto de la tesis clásica, o al menos por su concordancia lógica con las premisas doctrinarias en que se asienta. Así, no es difícil poner en duda la conclusión de la teoría negatoria de las condiciones económicas, cuando la satisfacción o los placeres compensatorios son tomados como premisa básica. Si en ellos se funda el sistema, si la indemnización del daño moral persigue satisfacer al damnificado, por qué no traducir tal teleología a la cuantificación de dicho monto. De hacerlo, necesariamente deberá tomarse en cuenta el estado patrimonial de la víctima, en tanto de éste dependerá el nivel de bienestar que el dinero entregado genere en el dañado.
En nuestra opinión, el silogismo de la tesis clásica llega conclusiones equivocadas. Se funda en casos extremos para evitar agotar la lógica que sigue a las premisas. Y a la vez olvida una indispensable, como es el valor relativo del dinero en la satisfacción personal. Toma asimismo otros elementos, la igualdad y la justicia distributiva, como escudo frente a la cuantificación acorde a la situación económica, con sensaciones mayoritarias, sin consistencia lógica. Tomemos estos aspectos, que requieren un análisis más profundo.
No cabe duda que, a primera vista, ofende al sentimiento de justicia la sola idea de entregar más dinero a quien ya lo posee en gran cantidad, frente a un supuesto análogo al del comerciante, el albañil, el cartonero o el estudiante, quienes recibirán un monto considerablemente inferior. Tampoco es extraño concebir en este supuesto un claro ejemplo de la desigualdad del sistema, un modo de consolidar la brecha entre ricos y pobres. Pero ambos reproches son relativos, frente al daño moral causado. Frente al sentir de injusticia, será menester superar la coraza superficial de la primera impresión, para comprender que la justicia es lo que se procura alcanzar cuando el Derecho intenta mitigar el daño sufrido por todos sus destinatarios, sin excepciones. Consagrar una tesis negatoria trae consigo una exclusión irremediable, aleja del radio de protección a distintos sectores sociales o protege en demasía a ciertos otros. Respecto del reproche de desigualdad que en apariencia baña la conclusión a la que arribamos con las herramientas que nos da el sistema, estimamos que nuevamente habrá que ver más allá de la superficie, para descubrir que entre iguales, las indemnizaciones serán análogas. Y siempre se tendrá la garantía del daño, como parámetro principal, casi objetivo, de medida, cuya reparación o mitigación se procurará alcanzar con el dinero.
Ahora bien, para mitigar la crudeza de estas afirmaciones contra mayoritarias, es dable destacar que la conclusión que aquí extraemos es en última instancia fácilmente modificable. No hay razón alguna que nos obligue a defender el sistema propuesto. Claro está, desconocer la tesis aquí reseñada implicará, a nuestro parecer, una modificación sustancial de los pilares del sistema. Será menester despojar a la reparación del daño moral de todo matiz satisfactorio, o se requerirá centrar el eje en el dañador, puniendo sus actos, o acaso tarifando, entendiendo que la indemnización cumple un efecto relativo, de reconocimiento judicial más allá de cualquier placer que el dinero otorgue.
El resarcir tomando la situación económica de la víctima como factor considerable en el acto de cuantificación del monto indemnizatorio es acaso una decisión de política legislativa. No sostenemos en este acto, porque parece un exceso de limitaciones ya abundantes, que la tesis clásica no supere el test de constitucionalidad y que la teoría propugnada sea la única opción viable en nuestro escenario constitucional. Por el contrario, simplemente intentamos poner de relieve una particular inconsistencia lógica del sistema, a fin de poder solucionarla. Los mecanismos, como habrán podido percibir (y seguramente idear por sus propios medios), son variados. Pero es menester superar el diferendo, resolver la cuestión en pos de una consistencia indispensable, trazando los lineamientos de nuestro Derecho, para permitir a los actores de esta obra el conocimiento pleno de sus papeles y sus guiones. Sin reglas claras, la duda y el temor de demandantes, demandados y aseguradoras serán una moneda corriente.
Y si se piensa que este dantesco escenario es excesivamente hipotético, piénselo dos veces. La idea de agotar el sistema ya construido, sobre la base de la satisfacción, es ya puesta en práctica en algunos supuestos[20], e incluso en el derecho comparado[21], con distintos alcances y consecuencias. Cierto es que no parece ser llevada al extremo, seguramente por la crudeza de los resultados que plantea, y el enorme desagrado que ha de producir en el sentir popular mayoritario. Pero sus hilos ya manejan los criterios de ciertos jueces, y podría sumar adeptos, que eventualmente conviertan a la indemnización por daño moral en una lotería judicial. Por ello, sumemos a la iniciativa creciente de homogeneizar en algún aspecto las soluciones jurisprudenciales el problema aquí planteado, superando en el camino de lo pragmático el tan dañino desinterés por la lógica. Y en su virtud, agotemos el sistema o adaptémoslo lógicamente a nuestros intereses.

V.- Consecuencias prácticas de la lógica a ultranza
Hemos manifestado ya que, en el estado actual del pensamiento doctrinario y jurisprudencial mayoritario, respecto de los fines que persigue la indemnización cuando se refiera a daños morales, la satisfacción es el objetivo último del monto dinerario entregado a la víctima. Como corolario de dicha función hemos podido observar que la capacidad económica del damnificado influye considerablemente en la cuantificación de aquella suma, en tanto los placeres que serán necesarios para satisfacer de manera análoga a diferentes víctimas serán directamente proporcionales con su estado patrimonial preexistente.
Ahora bien, llevando esta conclusión lógica a sus últimas consecuencias, las secuelas financieras podrían ser devastadoras para los demandados condenados o demás responsables del pago de indemnizaciones por daño moral, cuando la víctima sea una persona de gran fortuna[22]; lo que representa un claro obstáculo a la aplicación pacífica de esta teoría. Aseguradores quebrarían, pequeñas empresas colapsarían y particulares verían sucumbir su capital frente a daños acaso objetivamente atribuibles. La injusticia antes reseñada como característica aparente del sistema propuesto parece surgir, en efecto, en el campo de las secuelas, cuando el damnificado tenga gran fortuna.
Claro está que los supuestos son escasos, pero probablemente alcanzarían para poner en jaque a todo el sistema de la responsabilidad civil como lo hemos concebido.
No obstante el sombrío escenario que se presenta, una posible solución emana de nuestro propio ordenamiento legal. Así, siendo indudable que indemnizar al más acaudalado de los seres humanos sería causal de quiebra para la enorme mayoría de los hombres, tal vez la solución, la clave superadora, radique en una aplicación adecuada del criterio aquí sustentado y su conjugación con el criterio equitativo del segundo párrafo del art. 1069 de nuestro Código Civil[23]. Así podríamos limitar la indemnización, sujetándola a la capacidad económica del responsable, mas satisfaciendo a la víctima de la mejor manera legalmente concebible, de manera análoga en todos los casos.
Recordemos que el referenciado art. 1069 se acoda en la equidad para limitar el monto indemnizatorio en supuestos particulares. Así, dicha norma claramente encuentra su más fértil campo de aplicación en casos como el antes reseñado. Bien podría reprochársenos que dicha solución legal es de aplicación facultativa para los jueces. Ello no obstante, si tenemos en cuenta la enorme discrecionalidad que los jueces ya poseen para cuantificar la indemnización por daño moral, el peligro pareciera no ser tan alarmante. No al menos en contraste con el poder que ya hemos puesto en sus manos. La solución planteada no es más que la ratificación del voto de confianza que ya depositamos en nuestros magistrados.
En los casos no cubiertos por dicha norma (supuestos de dolo del responsable o de capacidad económica acorde a la indemnización a afrontar), no imponiéndose la equidad como límite de una “justa reparación”, la situación patrimonial del damnificado tendrá plena vigencia como criterio cuantificador, y la conclusión propuesta no haría más que exteriorizar la justa solución del Derecho.

VI.- Conclusión
Hemos observado que, de lege data y en el actual estado doctrinario y jurisprudencial argentino, un aspecto del ya intrincado laberinto de la cuantificación del daño moral ha sido sistemáticamente desconocido o bien rechazado sin mayor análisis, salvando escasas y tibias excepciones. Este continuo desconocimiento de la capacidad económica del damnificado, legitimado activo al reclamo por daño moral, no se condice lógicamente con los pilares del sistema construido.
Diversos sectores económicos se ven excluidos de la satisfacción pretendida por el Derecho, otros son satisfechos en mayor medida. Acaso en pos de un mayor pragmatismo se ha optado por centrar la vista en criterios superadores del conflicto principal, la cuantificación, sin prestar mayor atención a los pormenores que nutren de vida a todo el sistema. Así se ha permitido que una continua inconsistencia lógica pase desapercibida en el decorrer jurisprudencial. Así es que la indemnización del daño moral procura satisfacer al damnificado, pero rara vez toma en cuanto la realidad de la satisfacción pretendida. Así es que el dinero se entrega sin considerar su valor relativo, y consecuentemente su adecuación particular al caso concreto. Así es que la capacidad económica del legitimado activo, quien busca en el Derecho algo más que el reconocimiento del daño causado, no es tenida en cuenta al cuantificar el monto indemnizatorio.
Y de tal forma las satisfacciones que el derecho otorga son desiguales, frente a idénticas ofensas. Este es el prisma de igualdad a través del cual ha de observarse la ecuación. No hay razón que justifique, más allá de una leve sensación fugaz de justicia, entender que en nuestro sistema a idéntica ofensa corresponde idéntica indemnización. El dinero es simplemente el medio para alcanzar un fin. Y es el cumplimiento de este último el que no podrá diferir frente a supuestos análogos. El dinero, aquí también, es relativo. Mal podríamos hablar de igualdad cuando la respuesta judicial sea apropiada al fin propuesto sólo frente a ciertos sujetos.
Teleológicamente la indemnización del daño moral cumple un propósito específico, que ha de ser lógicamente mensurado. Agotemos el silogismo, hasta tanto la decisión consciente nos lleve en otra dirección. Aun si la idea de satisfacción no fue concebida con estas consecuencias en mente, su existencia es el pilar más sólido en la actual estructura del daño moral. Mientras no se construyan nuevos cimientos, la alternativa más sensata es el respeto de las leyes, especialmente de la lógica. Si el resultado no es el esperado, es hora de comenzar una nueva obra, al menos a sabiendas de su necesidad.

[1] MATILDE ZAVALA DE GONZALEZ, Resarcimiento de daños, Tomo 2, Vol. A, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 1996.
[2] PIZARRO, R. D. – VALLESPINOS, C. G.; Obligaciones, Ed. Hammurabi, Córdoba, 1999; ZAVALA D GONZALEZ, op. cit.; LOPEZ MESA, Marcelo J. – TRIGO REPRESAS, Felix A., Tratado de la Responsabilidad Civil, T. 5, Cuantificación del daño, Ed. La Ley, 2006, Bs. As.; BREBBIA, ROBERTO H.; “Carácter de la suma de dinero entregada a la víctima de un daño moral”, LA LEY 1986-E, 507; LLAMBIAS, Jorge Joaquín, Tratado de derecho civil. Obligaciones, t. I, versión citada p. 333, apart. 260, Ed. Perrot, Buenos Aires, 1973 (cita); FLEITAS, ABEL M., "La indemnización del daño moral y el pensamiento de Héctor Lafaille", en Estudios de Derecho Civil en Homenaje a Héctor Lafaille, ps. 285, 306, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1968, entre muchos otros.
[3] No cabe duda de que soluciones minoritarias podrán mover el eje de la cuestión, y hacer caso omiso del daño o su injusticia para la víctima, para centrarse en el dañador, y utilizar el derecho para penarlo. Así, la función punitiva se ocultaría bajo el ropaje de una figura pseudo discrecional, y procuraría tal vez castigos, asemejando sanciones penales con penas civiles. Pero el dinero parece hoy el referente más idóneo, aun de la subjetividad.
[4] Que van desde un sistema totalmente discrecional a una tarifación atenuada, pasando por un criterio intermedio de andamiaje jurisprudencial, como lo es la tarifación judicial orientativa. Claro está que frente a los supuestos existentes de tarifación absoluta ningún elemento subjetivo podrá influir en la más objetiva decisión judicial.
[5] PIZARRO, R. D. – VALLESPINOS, C. G.; Obligaciones, Ed. Hammurabi, Córdoba, 1999.
[6] Ante el claro desprestigio de nuestra institución judicial, las condenas ejemplificadotas poco efecto han de producir en el descreído receptor eventual, que verá más la resolución como una burla que como una directriz de vida.
[7] Cám. CC Lab. Y Paz de Curuzú Cuatiá, 22/4/96, “Saucedo, Ubaldo R. c/ Evisa S.A.”, DJ 1996-2-1147, por citar uno de numerosos fallos.
[8] LOPEZ MESA, Marcelo J. – TRIGO REPRESAS, Felix A., Tratado de la Responsabilidad Civil, T. 5, Cuantificación del daño, p. 115, Ed. La Ley, 2006, Bs. As.
[9] PIZARRO, R. D. – VALLESPINOS, C. G.; ob. cit.
[10] ZAVALA DE GONZÁLEZ, Matilde, “Cuánto por daño moral”, LA LEY 1998-E, 1057 - LLP 1999, 1068
[11] Cám. Apel. Lab., sala II, 21-4-97, Franchini, Enrique c/Swift Armour SA s/Cobro de pesos; Cám. Civ. y Com. de San Isidro, sala I, 24-10-96, Barreto de Frank c/Fernández s/Daños y perjucios; Cám. Civ. y Com. de San Isidro, sala II, 29-12-98, Cribelli c/Almirón s/Daños y perjuicios.
[12] ZAVALA DE GONZALEZ, Matilde, Resarcimiento de daños, Tomo 4, Ed. Hammurabi, Buenos Aires.
[13] Cabe hacerse la salvedad que el marco teórico y práctico en el que contextualizamos el presente estudio es el mayoritariamente seguido por nuestra doctrina y jurisprudencia. En consecuencia, parte de una teoría resarcitoria de la indemnización del daño moral, que, como anticipamos, pone el acento en la injusticia del perjuicio sufrido, siendo la víctima el eje sobre el cual gira la indemnización a determinar. De allí que deban tenerse en cuenta a la hora de su santificación los distintos parámetros subjetivos que tengan relevancia para aquilatar el perjuicio sufrido.
[14] Objetivo procurado por la tesis resarcitoria referenciada.
[15] ZAVALA DE GONZALEZ, op. cit., LOPEZ MESA, Marcelo J. – TRIGO REPRESAS, Felix A., op. cit.;
[16] Cám. CC Rosario, Sala II, 2/12/99, “Bauer de Hernández, Rosa B. c/Carrefour Rosario”, LL Litoral 2000-554, "Del Giovannino, Luis Gerardo c/ Banco Del Buen Ayre S.A. s/ ordinario" - CNCOM - SALA B - 01/11/2000.
[17] MATILDE ZAVALA DE GONZALEZ, Resarcimiento de daños, Tomo 4, Ed. Hammurabi, Buenos Aires.
[18] ESTÉVEZ BRASA, Teresa M., “El daño moral, su reparación y el vigor de un neologismo”, LA LEY 1986-C, 909.
[19] Compartimos sin disquisiciones la tesis mayoritaria en este aspecto. Agregamos que tal peso tiene esta aseveración, que podrían darse supuestos en los que el único rubro a resarcir sea el daño moral.
[20] No puede dejarse de lado para determinar el monto del resarcimiento del daño moral ocasionado por la sanción ilegítima, la situación socioeconómica de la víctima, lo que a su vez hace imperativo tomar en cuenta el valor de su retribución como magistrado, que hace a su nivel habitual de vida. Desde tal óptica, la atribución indemnizatoria de tan sólo un par de sueldos resultaría del todo mezquina, y es dudoso que el actor se hubiese embarcado en semejante proceso teniendo en miras tan exigua reparación que, habida cuenta de las circunstancias rozaría el terrero de lo simbólico. En cambio, la fijación del quantum resarcitorio en el equivalente a cinco sueldos básicos constituye sí una indemnización idónea, prudente y razonable para compensar pecuniariamente el daño moral que ha experimentado. Resulta en consecuencia razonable fijar dicho monto indemnizatorio en la suma de cuarenta mil pesos (del voto del Dr. Mooney, con adhesión de los Dres. Sahab, González y Lavayen). TSJ ad hoc, 28-2-99, Gavier Tagle, C. c/Roberto Loustau Bidaut y otros s/Ordinario, sent. 48, S. J. del 15-7-99, Nº 1249, p. 62.
“Para fijar el daño moral no cabe la aplicación de algún procedimiento matemático determinado, por cuanto corresponde atenerse a un criterio fluido, que permita computar todas las circunstancias del caso: edad de la víctima, sexo, actividad que desarrolla, condición socio económica, eventual frustración de beneficios pecuniarios, incapacidad que ha sobrevenido, etcétera” (CNFed. Civ. y Com., Sala 1°, 15/7/83, JA, 1984-I-115 y LL, 1984-A-83)
Es cierto que estos daños no tienen una dimensión pecuniaria, porque no hay un ámbito de oferta y demanda de cuya intersección surja el precio, pero ello no significa que no tengan valor económico. La superación de la vida estoica y la aparición del hombre reflejado en los objetos y el consumo hace aparecer la noción de ‘placeres compensatorios’. Esos daños reducen el placer que se puede obtener. La víctima deberá entonces aportar prueba sobre qué placeres compensatorios son comunes en el medio social en que se desenvuelve, y su mensura económica será una buena base del resarcimiento, sin perjuicio de la precisión subjetiva que hará el Juez. Una suma de dinero es necesaria para poner a la víctima en una similar posición de relativa satisfacción que ocupaba antes del accidente. (Lorenzetti, Ricardo Luis; La Responsabilidad por Daños y Los Accidentes de Trabajo, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, Argentina, 1996).
[21] […] el sentenciador que conoce de una acción por daño moral debe hacer un examen del caso en concreto, analizando los siguientes aspectos: a) la entidad (importancia) del daño, tanto físico como psíquico (la llamada escala de los sufrimientos morales); b) el grado de culpabilidad del accionado o su participación en el accidente o acto ilícito que causó el daño (según sea responsabilidad objetiva o subjetiva); c) la conducta de la víctima; d) grado de educación y cultura del reclamante; e) posición social y económica del reclamante, f) capacidad económica de la parte accionada; g) los posibles atenuantes a favor del responsable; h) el tipo de retribución satisfactoria que necesitaría la víctima para ocupar una situación similar a la anterior al accidente o enfermedad; y, por último, i) referencias pecuniarias estimadas por el Juez para tasar la indemnización que considera equitativa y justa para el caso concreto. (Sala de Casación Social del Tribunal Supremo de Justicia, Caracas, Venezuela – 18/09/2003, en autos: “Sánchez Pino c/Panamco de Venezuela S.A.”)
[22] Es dable destacar que la tesis propuesta como conclusión lógica del sistema actual produciría modificaciones considerables en los montos indemnizatorios por daño moral, especialmente tratándose de damnificados de gran riqueza. Por el contrario, siguiendo una orientación similar, reduciría, aunque con menor importancia relativa, la cuantía de los montos en supuestos de personas debajo de la línea de pobreza. En conclusión, habida cuenta que la base actualmente tomada para cuantificar es la de una situación patrimonial media (que en nuestro país se orienta más a la pobreza que a la riqueza), los mayores efectos prácticos se denotarán en indemnizaciones considerablemente más cuantiosas.
[23] 1069. El daño comprende no sólo el perjuicio efectivamente sufrido, sino también la ganancia de que fue privado el damnificado por el acto ilícito, y que en este Código se designa por las palabras pérdidas e intereses.
[Los jueces, al fijar las indemnizaciones por daños, podrán considerar la situación patrimonial del deudor, atenuándola si fuere equitativo; pero no será aplicable esta facultad si el daño fuere imputable a dolo del responsable.] (Párrafo agregado por ley 17.711.)

jueves, 19 de junio de 2008

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